Costilleros

Patxi Serveto / Espacio Natural de Doñana

Reproducimos el artículo de nuestro contertulio Juan Villa publicado el lunes 10 de octubre en el diario onubense Odiel Información, hoy El Periódico de Huelva, acompañado de la fotografía de Patxi Serveto de una Costilla armada dispuesta para la caza.

Costilleros

Juan Villa

El costillero podría ser algo así como aquel entre paupérrimo y masoquista sabio de la fábula que recogía para alimentarse las yerbas que otro indigente colega iba desechando, por indigestas o venenosas, supongo.

La costilla –también llamada percha- es un artefacto tan poco oneroso como ingenioso. Sobre una tablilla de mimbre, álamo blanco o pino se colocan dos semicírculos de alambre sujetos y accionados por un muelle del mismo material. Los arcos de alambre se tensan formando un círculo que queda sujeto por un pinganillo; en el centro se coloca el cebo que, al ser picado, hace saltar el ingenio y queda atrapado el pájaro incauto. Estos artilugios eran construidos por los propios cazadores y los cebos recolectados por ellos mismos, que podían ir desde uvas pasas, trigo o gusanos hasta las hormigas aladas que eran las reinas del engaño por el brillo de sus alas que atraían a las inocentes presas que las avistaban con facilidad.

Aunque sí mucho aficionado, sobre todo entre los chiquillos, había poco costillero “profesional” en los pueblos fronterizos al Coto, por la sencilla razón de que para conseguir los kilos de carne de un venado o incluso de una buena liebre a base de pajaritos, el esfuerzo requerido era tal y la ganancia tan magra que no compensaba tamaño trajín, así que ese sustento despreciado por los locales al tener acceso a piezas más cómodas y contundentes, era recogido por costilleros de pueblos más alejados y de necesidades más acuciantes, como las de aquel pobre sabio perruno y rebajado de la parábola.

Con el otoño, miles de pajarillos –currucas, ruiseñores, papamoscas, terreras, pinzones…- aterrizan por Doñana y en gran parte se alimentan en las zonas agrícolas que la circundan: sementeras, viñas, olivares, arrozales…, lugares donde el costillero acecha. Estas acechanzas solían durar hasta Navidad o enero.

Era el de costillero un trabajo arduo, de dedicación completa. Su medio de transporte eran sus piernas o una de aquellas viejas escuálidas bicicletas con frenos de varilla o suela de alpargata tan alejadas de las sofisticadas de ahora, y recorrían a diario su buena docena de kilómetros por malos caminos o campo a través. Al amanecer ponían las costillas en lugares que ya previamente habían localizado. A medio día iban a requerirlas, recogían el botín y volvían a montarlas, hasta la tarde, cuando el rito se repetía. No estaban ociosos las horas restantes, tenían que estar ojo avizor, sobre todo con los milanos, sus grandes enemigos, que solían robarles presa a veces con costilla incluida a pesar de estar clavadas en la tierra por una estaquilla, y los humanos o la Guardia Civil que no eran menos temibles; igualmente en esas horas tenían que patear la zona para localizar nuevos enclaves, sus afanes por tanto se extendían de sol a sol. El número de costillas que se montaban por día podía ser muy alto. Se organizaban por “armadas”, compuestas por entre quince y veinte docenas y solían poner una o varias armadas. Para que el negocio fuera rentable necesitaban coger entre diez y cuarenta docenas de pájaros, con menos se perdía el día.

Con esta actividad y otras parecidas –recogida de espárragos, tagarninas, caracoles…- los jornaleros rellenaban sus huecos de ocio que eran muchos a lo largo del año. El ámbito comercial del costillero era más o menos el mismo que el del huevero: casas de gente pudiente y, sobre todo, bares, donde los ponían de tapa. Parece ser que la mayor parte de esta industria se concentraba en Sevilla, allí la llevaban los recoveros que tenían sus principales centros de trato en Villamanrique, Coria del Río y Sanlúcar de Barrameda y sus puntos de venta en el mercado de la capital, ventas cercanas y bares.

A pesar de ser ilegal, esta forma de caza no estaba especialmente perseguida, aunque a veces les requisaban las costillas o incluso les molían las propias los guardias civiles. En cierta ocasión, un agente de la autoridad le preguntó a un costillero que cogió con las manos en la masa que si no sabía que aquello estaba prohibido. Y estar sin comer también lo está, se cuenta que le contestó.

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